El barroco lo peta

Es un hecho. Está en la calle.

Los grandes museos y centros culturales se llenan de exposiciones de grandes pintores de la época barroca. Eventos históricos que aspiran a congregar oleadas de visitantes, entre propios y extraños. Verdaderos blockbusters veraniegos orientados a satisfacer la demanda de exposiciones tanto para los propios del lugar como para las riadas de turistas.

Como muestra, un botón. Los museos de Madrid completarán este año 2016 una de sus temporadas más barrocas que se recuerden. La recientemente clausurada exposición de Georges de La Tour en el Museo del Prado y la de Le Brun en Caixaforum que cierra sus puertas hoy pasan el testigo a la que, con permiso de El Bosco, será la gran estrella del verano madrileño: Caravaggio, que va a estar presente por partida doble, en el Thyssen y en el Palacio Real.

Pero la capital de España no es un caso aislado. Esto es un fenómeno global, toda una corriente a la que este verano se suma también Zaragoza. Los grandes museos se llenan de grandes nombres del barroco y los medianos que aspiran a la atención mediática planifican muestras con nombres potentes de este período.

JNV

¿Por qué nos ha dado esta fiebre comercial con el barroco?

Actualmente, la marca barroco garantiza un interés y afluencia de público que sólo el impresionismo parece poder superar. Nombres como BerniniRembrandt, Velázquez y Caravaggio revitalizan las exposiciones de los mejores museos, desde París hasta Londres. Sólo los muy grandes de la Historia del Arte como Renoir, Picasso, Dalí, Turner o Monet pueden aguantar el tirón e igualar la atención masiva que despiertan los grandes maestros del XVII.

Por una parte, hablamos de marcas reconocidas. El nombre Caravaggio tiene una impronta tan potente que la exposición que le puedas dedicar se venderá sola. Se vende tan bien que, incluso, se organizan exposiciones sobre Caravaggio sin una sola obra suya. Si montas una temporal de Andrew Wyeth es posible que tengas que explicar al «gran público» quien es ese señor, por muy interesante que sea la propuesta. Pero con los grandes maestros no hay ese problema: a priori, «todo el mundo» les conoce. Por lo menos, de nombre. Se supone.

Por otro lado, el gran éxito de la pintura de caballete desde el siglo XVII facilita relativamente montar exposiciones sobre toda esta gente. Porque, sin duda, Botticelli, Leonardo da Vinci o Michelangelo son marcas igual o más potentes, pero es muy difícil poder ofrecer una exposición temporal sobre ellos, porque muchas de sus (escasas) obras están pegadas a las paredes (llámese Sixtina o Santa Maria delle Grazie). Y las pocas obras de los maestros del Renacimiento que se podrían mover no te las van a prestar a menos que el director del museo propietario tenga una enajenación mental transitoria muy aguda. Mover un Velázquez puede ser negociable. Mover una escultura de Michelangelo… ya si tal, llame usted mañana.

Y, además, está el glamour. Si podemos ver una exposición que presente un buen montón de cuadros del mismo autor famoso, ¿a quién no le tienta la idea? Son exposiciones que hay que aprovechar, especialmente en casos en que los cuadros de ese artista están repartidos por museos de todo el mundo. ¡Así aprovechas el viaje mucho mejor!

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Todo esto está muy bien, pero…

Aquellas instituciones cuya profunda colección les permite poder planificar préstamos de estos autores se lanzan, sin rubor, a repetir el mismo modelo una y otra vez: coger a un autor fetiche y tratar de conseguir el mayor préstamo de obras suyas posible para una exposición. No parece importar demasiado que esa misma exposición se haya hecho recientemente en otro museo. Quizás no es «la misma» exposición. Pero si la miramos con detenimiento, es prácticamente idéntica.

Se supone que una exposición debe sugerir cosas nuevas o proponer lecturas diferentes. En la actualidad, la mayoría de las grandes exposiciones aprovechan una excusa interesante, como ser «la primera» gran exposición de un determinado artista en un país en concreto o el descubrimiento de un cuadro nuevo, para volver a desempolvar una integral que, muchas veces, no se justificaría fácilmente. Exposiciones que sólo aportan poder ver juntas una gran cantidad de obras que, de otro modo, tardarías años en ver, viajando (si puedes) por los mejores museos del mundo.

Esta justificación última podría ser razonable. Siempre es apetecible que un museo te ahorre trabajo y consiga excepcionales préstamos para poder disfrutar de una integral de un gran genio sin salir del edificio.

Sin embargo, se viven situaciones muy curiosas.

Velázquez. Un genio sin paliativos. Si se monta una temporal suya en cualquier museo del mundo, prepárense para el colapso. Colas infinitas, visitantes histéricos y la prensa volviéndose loca. Todos subiéndonos por las paredes. Sin embargo, el Museo del Prado tiene la práctica totalidad de sus obras maestras… y tampoco es para tanto la atención que despiertan normalmente. Es fácil ver la mayoría de los ‘velázquez’ del Prado sin agobios, excepto Las Meninas, cualquier día del año. Podríamos apostar a que si el museo madrileño decidiese hacer una temporal sobre Velázquez sin mover un solo cuadro de las paredes (simplemente anunciándola) el lleno sería mucho mayor que cuando podemos ver esos mismos cuadros como parte de la colección permanente. Raro, ¿no?

El extremo de esta paradoja absurda está siendo la Caravaggio Experience. Se organiza en Roma una exposición de obras de Caravaggio. Todo bien, excepto que en la exposición no hay obras de Caravaggio. Sólo fotos y vídeos, que se disfrutan previo pago de una entrada no precisamente barata. ¡Y la gente llena las salas! Esto sería raro en cualquier parte del mundo, pero… ¿en Roma? ¡Pero si la ciudad de Roma ya es una «Caravaggio experience»! Estamos hablando de la ciudad en la que se pueden visitar más obras del pintor, muchas de ellas de entrada gratuita y en un cómodo paseo de un par de horas por el centro. Así que la gente que llena esa «experience» parece preferir ver fotos de las obras en un frío recinto ferial en lugar de disfrutar con una decena de cuadros de Caravaggio auténticos en sus espacios habituales.

¿Están locos estos romanos?

 

– Fuente de las imágenes: Wikipedia –

  1. Estoy totalmente de acuerdo con tu reflexión. Siempre me han sorprendido las colas y las horas de espera ante las exposiciones mastodónticas de autores famosos. Entiendo que haya gente que disfrute sumergiéndose exhaustivamente en un autor, pero no lo comparto porque soy incapaz de disfrutar con tantos estímulos a la vez. A veces pienso que algunos van por eso que se dice de que «Hay que ir». ¿No sería mejor plantear el arte en microexposiciones? Saborear la obra, el periodo histórico, el autor, entender y compartir, desgustar y no deglutir? No, no sería mejor porque no sería rentable.
    Gracias por la entrada.

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  2. La entrada está escrita un poco en crudo y en tono polémico.

    En principio, toda exposición es de agradecer. Para quien pueda soportar tanta intensidad, es sin duda muy útil que le «agrupen» una docena o más de obra de un mismo artista. Por ejemplo, la reciente muestra de Georges de la Tour en el Prado era francamente útil, ya que su obra está muy dispersa por museos de todo el mundo, en algunos casos museos medianos o pequeños. Tenerla «junta» era una ocasión.

    Sin embargo, el problema está en que muchos museos están fiando sus grandes exposiciones a este tipo de conceptos, más «populares» y menos interesantes de lo que deberían. Tampoco es culpa de los museos: ellos programan lo que saben que va a funcionar mejor, para no pasar luego apuros presupuestarios si caen las visitas.

    El problema principal está, probablemente, en el público. El público bendice este tipo de conceptos. Unos porque la fuerza del evento les lleva a ver unas obras en las que no parecían tener mucho interés antes de que existiese la exposición. Otros (me incluyo) porque es una ocasión digna de aprovechar. La postura acrítica del público acaba empujando a las instituciones a darles lo que piden: blockbusters.

    Por tanto, el problema en último término es la «guerra de cifras» en la cultura. Actualmente, es el único parámetro que se usa para valorar muchas políticas y programaciones culturales. Y esto es un error. La cantidad no lo es todo. De poco sirve una exposición que congregue a un millón de visitantes si no aporta nada más que una visión fetichista del arte o una idea de «hay que ir» que tú comentas.

    Para terminar, debo reconocer que la entrada critica lo que (a mi juicio) no se hace bien. Pero empieza a ser, poco a poco, más común que se hagan las cosas de forma más cabal. Y es de justicia también reconocerlo.

    Paso a paso, los grandes museos empiezan a programar exposiciones puntuales de una sola obra para desempolvar parte de sus fondos. Recordemos la revalorización de la «Gioconda del Prado». También consiguen el préstamo temporal de una sola pieza y aprovechan para divulgarla en condiciones. Por ejemplo, el Rijksmuseum está «captando» cuadros de Rembrandt en pequeños préstamos y dedicándoles mucha actividad didáctica. Ojalá estas iniciativas se queden en los museos. Aunque no congreguen tanto público como los blockbusters, son un excelente complemento a ellos. Otros, como el Thyssen, tratan de simultanear exposiciones con «con gancho» con otras más pequeñas y más profundas, y este tipo de política dual se puede ver en Uffizi, Louvre o Prado, con pequeñas exposiciones de gran interés pero poco tirón comercial, que complementan a los buques insignia de la programación.

    Un tema apasionante que da para mucho.

    Muchas gracias por el comentario!

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